El ermitaño
Llegó una tarde de verano a aquel rincón de la costa norte de la isla. Siempre quiso vivir junto al mar. Nada ni nadie le esperaba, así que aquellas cuevas junto a la playa se convirtieron en su nuevo refugio. Estaba cansado. Durante años recorrió con ansia los caminos como quien busca el sentido de la vida. Aún hoy se pregunta qué estaría buscando y, sin embargo, no se arrepiente. En su andar conoció a Marat, con quien compartió miles de horas abrazados bajo las estrellas. Con ella recorrió caminos y veredas; compartió palabras y silencios, risas y llantos, hambre y sed. Y música, mucha música. A Marat le encantaba bailar dejándose llevar por los acordes de su guitarra, eterna cómplice de su deambular, procuradora de las dos o tres monedas diarias con los que añadir algo de tibieza a sus estómagos.
Marat ya no está. El frío se la llevó una noche hace ya muchas ciudades. Nunca le pidió que mantuviera su recuerdo con flores. No le hacía falta: ella ya estaba presente entre las piedras volcánicas que se dejaban acariciar por el océano infinito. Sin duda, aquella lejana playa le habría gustado, por eso decidió que era un buen momento para detener sus continuas huidas a quién sabía dónde y dejarse acunar por el sonido de las olas.
Un pequeño sendero le señaló por dónde ascender hasta el conjunto de tres cavidades que adornaban la basáltica montaña. Desde esa tarde, entre mantas viejas y un sucio saco de dormir, las cuevas acogen sus lentas horas de lectura y las gaviotas se acercan curiosas cuando comienza a rasguear su infatigable guitarra. No tiene nada pero lo tiene todo: el privilegio de contemplar una nueva puesta de sol en cada atardecer.
Mayo, 2016
Publicado en Infonortedigital
(c) Josefa Molina
Imagen de playa de Sardina
josefa molina autora 