Pacto entre caballeros

Pacto entre caballeros

juzgado

Cuando llegó no tenía en su cabeza exactamente estructurado qué debía decir. Durante los días anteriores, su mente era una especie de remolinos de sentimientos y de pensamientos que parecía a punto de estallar pero, en ese momento, en que se acercaba el instante de estar frente a frente, ese conjunto de pensamientos tan ordenados, tan pausados, tan inspiradores, parecía que había perdido su consistencia y peso.

Sin embargo, la hora se iba acercando y ya solo quedaba echarle lo que había que echar y coger, como se decía en su país, el toro por los cuernos. Vaya, echarle valor, y afrontar lo que habría que afrontar. De pronto, recordó los años de universidad. ¡Qué curiosa la mente humana!, pensó, en este momento va y me traslada a tantos años atrás. Recordó el día en que le conoció. Era una mañana de finales de primavera, los últimos exámenes se acercaban y los primeros rayos de sol hacían que los campos de alrededor de los edificios de las aulas, se llenaran de universitarios rezagados que solo buscaban tomar el sol y beber cerveza. El césped verde del campus era un hervidero de mochilas y carpetas esparcidas entre grupos de jóvenes que cantaban a Dylan o parejas que, absortas en sus propias caricias, vivían al margen del resto del mundo.

Ambos compartían la asignatura de Economía política. Ahí fue donde lo conoció. Se hicieron casi íntimos de inmediato. Era un tipo de esos que no pasan desapercibidos para las chicas, que hacía que todas revolotearan alrededor suyo como si fuera un tarro de miel recién abierto. Fue eso precisamente lo que llamó su atención y lo que le impulsó a buscar de inmediato su amistad. Si quería que los cuatro años que le quedaban de universidad fueran un poco más divertidos que su primer año, más le valía encontrar a un compañero de juerga. La proximidad de los domicilios paternos y el acento los unió de inmediato.  Y él, a pesar de su aparente dominio de la situación, parecía un poco perdido en aquel entramado de aulas, horarios y materias de derecho romano. Además, resultó ser un tipo inteligente y estudioso, lo cual le gustó mucho más dado que ya estaba harto de los grupitos de universitarios que se creían en el centro del mundo solo por tener la suerte que contar con una genética agraciada. Aquel chico, además de resultón y atractivo para el género femenino, era un tipo que se interesaba por estudiar y por aprovechar sus años de carrera universitaria de la forma en que debía: estudiando. Enseguida pensó que algo no cuadra en aquella ecuación pero fue precisamente esa divergencia la que le hizo considerar que tal vez aquella amistad valiera la pena.

Y no se equivocó. Durante los siguientes meses la amistad entre ambos fue creciendo, e incluso decidieron compartir piso en un barrio de la ciudad. Los intercambios de visitas a los domicilios de ambos en fiestas y vacaciones se hicieron frecuentes y, en poco tiempo, ambos parecían algo más que amigos, hermanos. Incluso cuando terminaron ambos la carrera, con buenas notas y perspectivas de futuro laboral más que favorable para los dos, no dejaron de llamarse y de escribirse para saber el uno del otro. Lo último que supo de él era que se había casado con una chica, máster en Psicología, con quien había abierto un despacho multidisciplinar de curación alternativa y defensa jurídica, y con quien había tenido dos hijos. De eso ya habían pasado cinco años cuando coincidió con él en un congreso de leyes autonómicas que se había celebrado para expertos en la capital de su comunidad, justo en la ciudad donde ambos residían sin saberlo. En aquella ocasión le pareció más viejo, más canoso y con ojeras, claro que habían pasado muchos años desde la Universidad y ambos ya pasaban la cuarentena. Sin embargo, intuyó que había algo más, un halo de preocupación, de desazón en su rostro. No quiso preguntarle por no pecar de imprudente. Hoy se arrepiente. Quizás si le hubiera preguntado…

Pero eso qué más daba ya. Habían pasado muchas cosas desde aquella última vez y ahora se veía obligado a verle otra vez, frente a frente, y no le resultaba nada agradable en aquella situación. Preocupado, se lo comentó a su esposa y ella como pudo le aconsejó que quizá era el momento de apartarse y dejar que otros asumieran el tema. La amistad de los años universitarios podrían suponer un obstáculo e, incluso, le podrían acusar de nepotismo y ver peligrar su carrera ahora que iba directo a asumir unos mayores cargos en la judicatura. Pero su amigo le había llamado por teléfono pidiéndole ayuda por los viejos tiempos, por la antigua amistad…¿cómo negarse? Hay pactos entre caballeros que no se pueden romper. 

Dispuesto a asumir el trance del momento que tenía que afrontar, no lo pensó más y se puso la toga dejando tras de sí una mesa repleta de fichas y de carpetas con cientos de folios de la causa. Con el maletín en la mano y una sonrisa forzada de triunfador en los labios cruzó el umbral de las puertas de los juzgados. Los agentes de guardia civil le miraron de reojo mientras saludaban con un “buenos días” mustio y rasposo. Muchos años vigilando las puertas de los juzgados acaban con la fe de cualquiera en la bondad del ser humano.

Se dirigió firme hacia la sala de audiencia, la número 3, causa por asesinato contra Felipe Santana Abreu. Abrió la puerta y rápido se sentó en la mesa de  fiscal, ocupando su asiento. Contaba con todo a su favor para ganar la causa. Los informes forenses, los antecedentes policiales del acusado, los informes de balística, todo estaba más que cerrado. Aquel caso estaba ganado.

De pronto se abrieron las puertas, saliendo dos agentes uniformados con el acusado en medio de ambos. Su rostro era el ejemplo mismo de la serenidad. Estaba tranquilo y, sin embargo, cuando las miradas de ambos se cruzaron, creyó ver en los ojos de aquel hombre que años atrás fue su amigo, una especie de demencia soterrada, de agresividad contenida.

El juez fue el siguiente en llegar, dando inicio al juicio. El fiscal comenzó su exposición relatando los hechos y los datos con los que contaba para asegurar que el acusado mató con premeditación, saña y extremada agresividad a la que fuera su mujer, de la que se había divorciado seis meses antes, y a sus dos hijos, de seis y diez años, con el agravante de parentesco y familiaridad.

Cuando el fiscal se sentó, el juez preguntó al acusado cómo se declaraba,  “culpable de todos los cargos, Señoría”, gritó altanero y seguro, y se volvió a sentar no sin antes esbozar una sonrisa cínica y añadir en voz alta: “¡Gracias, señor fiscal, por tan excelente acusación! Yo también lo hubiera hecho por usted, tal y como lo deben de hacer los auténticos caballeros”.  

 

(c) Josefa Molina 


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