Tarde

Tarde

La puntualidad es una variedad de la ‘locura del escrúpulo’. Por llegar a la hora, yo sería  capaz de cometer un crimen”

Todo sucede demasiado tarde, todo es demasiado tarde”

Emile M. Cioran

tarde

Imagen: cuadro de Francisco Lezcano Lezcano.

Tarde. Era demasiado tarde. Tenía el presentimiento de que sería demasiado tarde. Como al final, así fue. Era una extraña sensación. Una certeza que, de incumplida, al final se cumplió. Peor aún. Pensó que quizás no fuera incumplida, sino más bien, un resorte de la ignorancia por querer incumplir algo que sabía que finalmente tendría que cumplir. Un galimatías de palabras, de conceptos, de ideas, que salían de su cabeza atropelladamente.

Mira que lo pensó. De hecho, tuvo toda la vida para pensárselo, para hacer lo necesario para no llegar tarde, pero, al final, llegaba tarde. Demasiado tarde. Estúpido, eres un estúpido, y como en una pantalla de cine, vio cómo pasaban las escenas de su vida. Las galletas con mantequilla que su madre le preparaba los domingos por la mañana. El sabor del café con leche que bebía despacio en los desayunos invernales. La sonrisa de Rosa tras la ventana cuando le venía a buscar para ir a dar un paseo rozándose los dedos a la plaza del pueblo. Las carreras de Micán que nunca se alejaba demasiado de él, empeñado en cortarle el paso hasta el punto de hacerle tropezar y caer, originando las risas de Héctor que siempre le gritaba que amarrara de una vez por todas a ese dichoso perro. Las tardes de lluvia en las que su padre le llevaba a cazar conejos porque decía que era cuando más salían de sus madrigueras. Las tardes de sol en la playa de la costa donde su abuela se había ido un día a vivir cuando su abuelo se fue para no regresar. El sol en la cara, el tibio calor del sol sobre el rostro.

Luces. Muchas luces. Eso era lo que sus ojos veían mientras avanzaba rápido en el descenso. Las luces de las calles en Navidad. Le encantaba cómo las calles se llenaban de luces los días de las fiestas navideñas. El rostro de Ana cuando descubría una vez más que los reyes magos habían acertado justo con la muñeca que ella quería. Mágicos, son mágicos, debían de serlo, si no, ¿cómo iban a saber siempre qué era lo que ella quería para los reyes? Los cerrados ojos de Rosa la tarde que se acercó a sus labios. La dulce excitación bajo los pantalones que acompañó a la primera vez que ella le metió la lengua en su boca. Las caricias en la piel bajo la mesa cuando la madre de la chica insistía en que se quedara a almorzar. La risa nerviosa de ella cuando en el juzgado dio el ‘sí quiero’ y firmó en el libro de matrimonios civiles.

El olor de polvos de talco cuando Diego se sumó a sus vidas. Diego, él era el único motivo para dejar de caer. Pero ya ni eso. Tampoco era ya un motivo suficiente, y además también con él llegaba tarde. Como siempre en la vida. O así le pareció cuando recordó sus retrasos a todos los inicios de los partidos de basket de Diego. Tampoco llegó a tiempo cuando Rosa se puso de parto de María. La conoció cuando ya se amamantaba en brazos de su madre.

Nunca supo en qué punto exacto de su existencia el reloj comenzó a dar vueltas en sentido inverso. Nunca lo supo pero ya todos sabían que, como siempre, iba a llegar tarde. Y, simplemente, dejaron de esperarlo. Ya Diego no lo buscaba con los ojos entre el grupo de entregados padres de las gradas; Rosa guardaba su plato directamente en el microondas cada noche a la hora de la cena, donde podía permanecer hasta altas horas de la madrugada y María dejó de contar con él los días en los que, en el cole, había una reunión de padres a la que nunca llegaba a tiempo. Como siempre, las mil y una obligaciones impedían su puntualidad como impidió que llegara a tiempo a la cena de compromiso de su hija, a la ceremonia de su boda e, incluso, a su despedida en la puerta de la casa familiar la noche en que María se marchó en su coche sin despedirse de él harta de esperar a que colgara el teléfono. Aquella vez fue la última vez que llegó tarde para ella. De regreso a su casa, María llegó puntual a su cita con la parca en forma de curva demasiado cerrada y un móvil que no paraba de recibir mensajes.

Pero eso ahora no importaba. Para él, ya era tarde para retomar nada, para dar marcha atrás, para intentar recuperar el tiempo que se había ido sin él saber por dónde. Las luces no paraban de caer, o ¿era él el que caía? Llegaba tarde, o eso lo parecía, y sin embargo, sentía como si una eternidad le envolviera. Al final, pensó, debajo de la ropa tan solo queda una piel que anhela sentir escalofríos.

Le sorprendía que el viento apenas le molestara. Más bien al contrario. El aire que le golpeaba con fuerza la cara le resultaba agradable, casi reconfortante. Y entonces, recordó cuando llegó tarde a la puerta del aeropuerto y Rosa se marchó sola de viaje. Fueron las primeras dos semanas que pasaban separados en su vida juntos. Luego vendrían muchas más. El proceso era inevitable. La soledad que se busca, se encuentra. Y Rosa no quería estar sola, pero él nunca estaba, siempre llegaba con retraso.

No descubrió lo que era estar realmente solo hasta que un domingo despertó sin tener nadie con quien compartirlo. Los hijos, ya adolescentes, tenían una vida ajena a él. Nadie le esperaba. Fue ese el día en que empezó a considerar que quizá fuera positivo, incluso meritorio, que, por una vez, llegara a tiempo a algún sitio, aunque en ese sitio tampoco le esperara nadie. Así que cogió el coche y se fijó una cita consigo mismo. Dentro de dos horas estaré en el bar Avenida, en la costa, sentado en la terraza con un whisky en la mano. Nadie le esperaba, era cierto, pero eso no impidió que pusiera su vehículo a 150 kilómetros por hora con el fin de cumplir con su cita en tiempo y forma. 300 kilómetros en dos horas. No estaba mal, se dijo a sí mismo, sabiendo que por fin había cumplido con un horario establecido.

Y, sin embargo, ¿a quién importaba ya? No tenía con quien compartir su tiempo ni sus éxitos de puntualidad. El domingo siguiente repitió la hazaña, siempre con éxito, siempre puntual, y se convenció de que, definitivamente, no era un problema de él, sino de los demás, que se empeñaban en fijar citas con horarios a los que ya sabía de antemano que no iba a dar correcto cumplimiento.

Era una trampa, se convenció, siempre fue una trampa. El mundo se volvió tramposo, y él siguió el ejemplo. Se sentaba tranquilo en la avenida donde atrasaba cada domingo los agujas del reloj. Sabía que se mentía a sí mismo, como lo había hecho toda la vida pensando que estaba allí para los demás, cuando, en realidad, nunca estuvo más que para sí mismo. 

Pero aquello carecía ya de importancia. Además, nadie iba a comprobar su cambio de actitud, nadie iba a ser testigo de su nuevo propósito de ser puntual, salvo Juan, el camarero del bar, que domingo a domingo, le veía sentarse en la terraza, tomar un whisky para regresar a la ciudad donde acudía a la cita con una cocina vacía y un salón con la tele encendida todo el día.

En sus largos años detrás de una barra de bar, Juan había visto y escuchado de todo, pero nunca a una persona que decía tener una cita consigo mismo cada domingo. Al principio, le pareció curioso, incluso romántico, una especie de acto de realización personal, de íntima superación, muy propio de una persona de mediana edad que busca a lo que agarrarse ante la monotonía de su vida. Pero luego se percató de la gran soledad que encerraba aquella cita dominical con el coche y el bar de la avenida, por muy bonitas que fueran las vistas al mar y a la playa.

Nunca dijo nada. Al fin y al cabo, él no era nadie para meterse en la vida de sus clientes. Tan solo le extrañó que un domingo el cliente de las citas consigo mismo, no cumpliera con su ritual. Quizá haya encontrado un motivo para no tener que recorrer cientos de kilómetros para tomar un whisky en la mayor de las soledades, pensó, y se alegró por él. 

Nunca supo que el cliente no acudiría más a su cita porque justo el día antes había saltado por la ventana. Sobre la mesa de la cocina, fue Diego quien encontró la explicación en un papel escrito: “Esta vez no llegaré tarde. Esta vez seré yo quien les espere”.

Noviembre 2016

(a) Josefa Molina

Twitter: @JosefaMolinaR


2 respuestas a “Tarde

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