El armario
Siempre me llamó la atención. Apostado al final del pasillo, parecía una enorme puerta tras la que se escondían dimensiones desconocidas. La verdad es que no soy especialmente crédula. Crecí en un ambiente en el que todo era continuamente cuestionado, para bien o para mal. En mi entorno, nunca existieron las certezas absolutas. Nada era ‘real’ si no se podía pesar, medir, cuantificar, analizar o diseccionar. Y, sin embargo, confieso que, desde un primer momento, aquel armario tuvo en mí el poder de alentar mi curiosidad hacia lo desconocido de una forma que entonces no me podía ni imaginar.
Recuerdo una ocasión, recién llegadas a la casa para pasar las vacaciones de verano, en la que, de camino a la habitación de mi abuela, tuve que pasar a su lado. Justo cuando estaba a la altura del armario, creí escuchar un voz que susurraba mi nombre. Pensé que había sido producto de mi imaginación, pero lo cierto es que no me paré a comprobarlo. Asustada y con el llanto pujando por salir de mi boca, comencé a correr aterrada por el pasillo hasta llegar a la cocina. Alarmada, mi madre me preguntó qué había pasado pero me envolví en silencio. No encontraba las palabras necesarias para explicarle qué había sentido. Además, desde pequeña, me había inculcado que solo existe lo que científicamente puede ser comprobado, demostrado y analizado. La profesión de mis padres, químicos en un gran laboratorio, no admitía pensamientos que no fueran producto del más estricto análisis científico. Así pues, no tenía muchas opciones. En ella no iba a encontrar refugio para mis indemostrables miedos. Todo lo contrario: en ellos solo iba a hallar un acicate moral y absoluto que caería inmisericorde sobre mis fantasías y mi imaginación.
Lo que mis progenitores, especialmente mi madre, no entendieron nunca es que se equivocaban. En su mentalidad cuadriculada y analítica no cabían nada más que lo medible. Y sin embargo yo sabía, o más bien sentía, que dentro de aquel armario había algo más, algo que no podría ser definido de forma científica. Era un sentimiento, una palpitación que me erizaba la piel, tal vez, un presentimiento, no lo sé, pero tenía la absoluta certeza de que dentro de aquel armario se encerraba algún misterio.
Una tarde me aposté al otro lado del pasillo con la intención de contemplarlo a cierta distancia. Lo cierto es que era un mueble precioso. Hecho en madera y pintado de color caoba, sus puertas eran una verdadera obra de arte. Ornamentado con finos bordes en color dorado, sus ribetes estaban compuestos por volutas labradas que semejaban olas que rompían suavemente sobre la arena de la playa. En su frente de madera, diversos dibujos multicolores conformaban insinuosas enredaderas que simulaban trepar por un muro de color marrón. Las hojas te invitaban a elevar los pies y a ponerte de puntillas para descubrir qué había al otro lado de aquella extraña y singular tapia cubierta de flores.
Mi mente era una mezcla de curiosidad y miedo que me atenazaba, impidiéndome por momentos avanzar por el pasillo. Justo cuando, por fin, me había decido a dar el primer paso hacia el armario, mi abuela me frenó en seco agarrándome por el hombro. No quieras ver lo que no te gustaría ver, me dijo. El impacto fue mayúsculo. Mi abuela me miraba fijamente a los ojos. Noté en su advertencia un atisbo de miedo. Un ligero temblor en la voz. ¿Qué pasa, abu? ¿qué hay en el armario? Nada que una niña de tu edad deba saber. Pero, ¿por qué está siempre cerrado con llave?, insistí. Olvídalo. Y no quiero que te acerques a él. Estás en mi casa y te prohíbo que te acerques a él. ¿Me has escuchado? Asentí con la cabeza. El rostro de mi abuela se fue transformando del gesto serio y preocupado al suyo habitual, aquel cariñoso y agradable que siempre llevo en el recuerdo.
Dos noches más tarde, me despertó un sonido seco de golpes. Confusa, miré a mi lado. Mi madre dormía plácidamente. De nuevo, los golpes sonaron, sobresaltándome. Esta vez eran más suaves, casi imperceptibles. Pensé que sería de mi abuela, así que me levanté despacio procurando no despertar a mi madre. Al salir de la calidez de las sábanas, un escalofrío recorrió mi espalda. Dudé y casi me iba a dar la vuelta para meterme de nuevo en la cama cuando volví a escuchar, esta vez tímidamente, los golpes en la puerta. Caminé hasta la puerta y escuché atentamente procurando no emitir sonido alguno. El más absoluto de los silencios invadía toda la casa, tan solo interrumpido por el tic tac del antiguo carrillón del salón. Puntual marcaba los cuarto, las media y las en punto de todas las horas. Su sonido, tan cotidiano durante las horas diurnas que pasaba percibido, en la soledad de la noche resultaba inquietante.
Arrastrada más por la curiosidad que por el valor, abrí la puerta despacio y asomé levemente la cara a través de una escasa rendija de la puerta. Un frío gélido me golpeó el rostro. De pronto, noté que una luz mortecina iluminaba el pasillo. ¿Se quedaría alguna de luces de la casa encendida?, ¿era, tal vez, una luz procedente de una farola exterior? Intrigada salí de la habitación y comencé a caminar hacia la dirección de la luz. De pronto, descubrí su increíble procedencia. Contemplé llena de pavor que la luz procedía del armario. ¿Quién lo habría abierto? Dudé si continuar o darme la vuelta y regresar como alma que lleva el diablo al calor de las sábanas, aquellas que ahora sentía tan lejanas, pero entonces, recordé lo que siempre me decían mis padres: todo lo real, para serlo, debe poder ser comprobado científicamente.
Vale, aquella era mi oportunidad, no sólo para demostrar que podía superar mi irracional miedo al armario, sino para demostrar a mi madre que existen cosas, situaciones, circunstancias, hechos que no son demostrables, sino que solo pueden ser percibidos. Avancé arrastrando conmigo más miedo del que me gustaría reconocer, y recorrí los escasos tres metros que me separaban de la puerta entreabierta y de su luz interior. Alrededor, reinaba un silencio sepulcral. El más mínimo roce de la tela contra la piel de mi pijama era captado por mis aterrados oídos.
Alargué la mano y tiré de la puerta del armario sin saber qué iba a descubrir en su interior. De pronto, me encandiló un brillante haz de luz que me obligó a usar la otra mano a modo de visera para protegerme. Lentamente, la brillante luz dejó paso a tenues figuras que mis ojos iban descubriendo como sombras. De pronto, noté la suavidad de una mano que me acariciaba el rostro. Una reconfortante sensación de tranquilidad me invadió. Sentí que todo estaba bien, que no había nada que temer. Levanté el pie y me introduje en el interior del mueble. De pronto, fui transportada a lugar desconocido, fuera de aquella casa, fuera de aquella calle, fuera de aquella ciudad, fuera de aquel mundo.
Entonces escuché una voz que susurraba mi nombre. Caminé hacia ella. Poco a poco, las figuras fueron aclarándose tomando forma y consistencia definidas. Avancé un poco más y ahí estaba. Una silueta perfectamente dibujada de un hombre cuyo rostro, sin embargo, permanecía en penumbras. Antes de que pudiera verbalizar pregunta alguna, escuché una voz dentro de mi cabeza.
Gracias por venir, pequeña. Llevo todo el verano llamándote. ¿No me escuchabas? Asombrada preguntó ¿llamándome? Sí, escuché en mi cabeza. Quería conocerte en persona. Entonces, la figura avanzó varios pasos hacia mí, saliendo de las sombras, y pude ver su rostro. Había contemplado aquel mismo rostro decenas de veces en el portarretrato que estaba colocado sobre la cómoda situada a la entrada de la casa de mi abuela. ¡Era mi abuelo! En ese instante, no sabría explicar cómo, comenzó a hablarme sin mover los labios. Sus palabras resonaron claramente en mi cabeza. Me habló de soledad, me habló de tristeza, me contó lo profundamente olvidado que se sentía desde que se fuera quince años atrás. Se lamentaba de que la abuela hubiera encerrado su recuerdos, sus cosas, sus ropas, en aquel llegar para olvidarlo.
Notaba su dolor. Quizá no sea para olvidarte, sino para poder seguir viviendo. La abuela te quiso mucho, abuelo, le dije procurando su consuelo. Si quisiera olvidarte, no tendría fotos tuyas en todos los rincones de la casa. Sentí como su alma se reconfortaba. Nunca lo había visto de esa forma, gracias, pequeña. Nos miramos por un instante y, entonces, una profunda sensación de sueño me invadió. Cerré los ojos por un instante. Cuando me desperté, era casi mediodía del día siguiente.
Levántate, dormilona, me susurró mi madre. Hoy sí que has dormido, ¿eh? ¿Y el abuelo?, pregunté. Me miró con desconcierto. ¿El abuelo? ¿has soñado con él? ¡Pero si no lo conociste! Lo conocí anoche. ¿sabes? No se ha ido. Está aquí.
Observé a mi abuela, situada justo detrás de mi madre. ¿Como que lo conociste? ¿cuándo? me inquirió con gesto serio. Anoche, abuela, está en el armario. Se dio la vuelta y se dirigió rápidamente al ropero, seguida muy de cerca por mi madre y por mi. El armario está cerrado con llave. ¿Qué has hecho?, me preguntó. Nada, abuela, me desperté anoche, había una luz, caminé hacia ella, pero el ropero estaba abierto, no lo abrí yo, te lo juro… balbuceé asustada. Te dije que no quería que te acercaras a él, me gritó con los ojos desorbitados. ¿Es que no sabes obedecer? Me asusté. Nunca había visto a mi abuela tan alterada. La persona dulce y cariñosa que siempre había conocido, se había transformado por un momento, llevada por la furia, en una loca agresiva. Aquella mujer que me miraba con rabia no era ella. Entonces oí que mi madre gritaba ¡Mamá!, ¡¿qué haces?! cuando levantaba la mano en el gesto de propinarme una bofetada.
Entonces, se frenó y nos miró a ambas desencajada. Le echo tanto de menos, tanto… Por primera vez, vi a mi abuela llorar. Tranquila, abuela, le dije cogiéndole de la mano. Él también te echa de menos. Piensa que has guardado ahí dentro sus cosas para olvidarlo, piensa que ya no lo recuerdas, que ha muerto para ti.
Observé sus ojos. Estaban llenos de una profunda tristeza, todo en ella era desolación. ¡No he dejado de pensarlo ni un solo día de mi existencia en los últimos quince años!. Entonces, ante nuestro asombro, se abrieron las puertas del armario. Y todas las pertenecías de mi abuelo se mostraron ante nosotras. Perfectamente, distribuidos en estantes y perchas, estaban sus libros, sus camisas, su sombrero, su maletín de médico, sus botas preferidas. Un intenso olor a jazmín nos envolvió. Era el olor de su loción para después del afeitado, recordó mi abuela. Desconsolada comenzó a llorar como una niña pequeña perdida entre la multitud. Mi madre se acercó y la abrazó. Yo también te echo de menos, papá, dijo mientras acariciaba suavemente una de las camisas de su padre, mi abuelo.
Desde ese día, el armario ya no está cerrado con llave. Desde ese día ya no me da miedo. Cuando quiero hablar con mi abuelo, abro el armario y leo alguno de sus libros, acaricio sus camisas, juego con su maletín de médico. Mi abuela ha decidido volver a colocar su chaqueta, la que guarda tan profundamente el olor a jazmín, de nuevo en el ropero de su habitación. Ahora comparte espacio nuevamente con su ropa de diario.
A veces, mi madre también visita el armario y se sienta junto a él en una silla. La veo conversar con su sombrero. No sé si mi madre ha vuelto a creer en las cosas que no se pueden medir, ni contar, ni diseccionar. Lo cierto es que ahora parece más dispuesta a creer también en la existencia de cosas que solo se pueden sentir. A veces, me habla de mi padre, me cuenta que siente su presencia en el laboratorio. Otras, incluso, me comenta de que está segura de que, en ocasiones, la guía cuando se atasca en alguno de los variados procesos de análisis científico. A veces, creo que me sopla ideas sobre por dónde ir, ¿sabes?, me dice. Yo la miro y asiento. Pues claro, mamá, te está hablando.
Pero esa, es otra historia.
Enero 2017
(c) Josefa Molina
@JosefaMolinaR