Intuición

Intuición

llave

Desde que abrió los ojos e hizo el gesto de poner el pie sobre la fría losa del suelo, tuvo la certeza de que aquel iba a ser un día diferente. Siempre había presumido de su intuición ante sus amigos, en su entorno familiar, e incluso ante sus compañeros de trabajo. Estaba segura que esa intuición la había salvado en más de una ocasión. Como aquella en la que un presentimiento evitó que cogiera la guagua. Fue su intuición la que hizo que se librara del accidente que sufrió el transporte a cinco kilómetros de su parada con el resultado de dos personas muertas. Una podría haber sido ella.

Lo cierto es que su personal percepción era una especie de luz, un faro que la iluminaba, algo similar a un resorte interno y misterioso que se apresuraba a avisarle cuando algo podía cambiar de un instante a otro, sin más, sin conocerse las consecuencias ni mucho menos, los motivos.

Y aquel amanecer no era diferente. Enseguida notó que su cuerpo se tensaba. Era como si una clarividencia fugaz pero intensa tirara de su cuerpo y le impidiera moverse justo cuando iba a posar el pie derecho sobre el suelo.

Con cautela, giró su cuerpo buscando las zapatillas donde habitualmente las dejaba, junto a la cama. Pero no las encontró. Se extrañó al verlas al otro lado de la habitación. No recordaba haberlas dejado tan lejos la noche anterior. Le resultó extraño pero no le dio mayor importancia y justo cuando iba a posar su pie derecho sobre el suelo, se detuvo. Algo en su interior le decía que parara. Que no bajara el pie de la cama. Y quedó inmóvil, sin saber qué hacer.

Debía ducharse, arreglarse y vestirse para ir al trabajo. Le esperaba el cierre de un negocio del que dependía una prima de 6000 euros. No estaba nada mal así que tenía ponerse en marcha ya o llegaría tarde. Y eso sí que no se lo podía permitir.

Y sin embargo, aquella bizarra sensación atenazaba su estómago, paralizando su voluntad. Su famosa intuición la frenó, de nuevo. Escudriñó el suelo. Miró a su alrededor. Todo parecía normal, un día más como otro cualquiera. Todo estaba en calma. Pero, en el fondo de su ser, sentía que algo sucedía. Lo presentía.

De pronto reflexionó en el absurdo de la situación. Estaba sola en casa. Todo permanecía en silencio. Ni siquiera Dylan se había despertado. Por cierto, aquello sí que era extraño, ¿dónde estaba Dylan? Gritó el nombre del perro sin respuesta alguna. Voy a buscarlo, pensó pero no se atrevió a bajar los pies de la cama ni a rozar con ellos el suelo. Dylan, pequeño, ven, chiquitín. Sin rastro del animal. Comenzó a inquietarse. Tenía que tomar una decisión. No podía quedarse en la cama para la eternidad.

Pedir ayuda. Vaya tontería. ¿Qué iba a decir? Por favor, que alguien me ayude: no soy capaz de bajar de mi cama. ¡Qué bochorno! Ella una alta ejecutiva de una de las principales entidades bancarias del país, un ejemplo de mujer decidida, experta en tomar decisiones de riesgo en el campo de las finanzas y ¿no era capaz de solucionar aquel embrollo absurdo en el que estaba metida? ¡Un sinsentido total!

Y lo peor es que no había sucedido nada. Estaba en casa. Se acababa de levantar y lo único que pasaba era que sentía crecer una inquietante sensación en su interior que le impedía que se levantara y comenzara su jornada laboral como cada día desde hacía siete años. Era realmente absurdo. Absurdo y desesperante. Entonces divisó el móvil sobre la cómoda. Unos dos metros de distancia le separaban del teléfono. Demasiada distancia. Por mucho que alargara el cuerpo no llegaría. Volvió a gritar el nombre del chucho. ¿Dónde estaría el jodido perro?

Observó nuevamente el suelo. Todo parecía normal. ¿Por qué demonios estaba tan asustada? Lo cierto es que su intuición no era tan infalible. Alguna que otra vez había fallado, se dijo a sí misma. Entonces, le vino a la mente aquella ocasión en que eligió un número de lotería porque le pareció un número ganador y luego el azar quiso que saliera un número de cinco cifras sin ningún parecido con el elegido por ella. O aquella en que se enrolló con un aspirante a escritor porque sintió un presentimiento especial y resultó ser un completo imbécil. O aquella en la que compró su primer coche, uno de segunda mano, porque tuvo un pálpito y que terminó dejándola tirada en plena autopista arruinando su soñado fin de semana de relax en la playa.

Así que también su intuición fallaba. A veces… Pero algo le decía que aquella vez no era así. Algo iba a pasar, sin duda, si se le ocurría desafiar a su intuición y poner los pies en el suelo. De eso estaba segura.

Comenzaba a desesperarse. Necesitaba ayuda, llamar por teléfono a la oficina, avisar de un imprevisto. Pero no tenía cómo hacerlo.

Podía golpear la pared. Eso era. Avisaría a la vecina golpeando la pared. Quizá tuviera suerte aunque lo dudaba. Su vecina era una señora de algo más e setenta años, medio sorda, que vivía con la única compañía de un canario que no dejaba de cantar en todo el día hasta volverla loca. Aun así habría que intentarlo igualmente, así que empezó a golpear los puños contra la pared del cabezal de la cama con todas sus fuerzas. De pronto, paró y escuchó pero al otro lado de la pared reinaba el más profundo de los silencios. No había ruidos, ni sonidos de teteras que hierven, ni canto de canario. Entonces se dio cuenta que hacía semanas que no escuchaba al jodido pájaro cantar.

¿Y Dylan? Volvió a llamar al perro. Le pareció oír un leve gemido. ¿Sería él? Insistió y gritó su nombre. Sin respuesta. ¿Por qué no respondía? Cuando más lo necesitaba, aquel perrucho de mierda no aparecía.

Lo cierto era que la casa mantenía un inquietante silencio. Todo parecía inanimado. Como si el mundo sufriera una especie de holocausto final. Silencio y más silencio. Y, sin embargo, a través de la ventana escuchaba los clásicos sonidos de los coches al frenar, los ruidos que hacían las puertas metálicas de los comercios al abrir, las distintas melodías de la vida de la ciudad al comenzar una nueva jornada. Sí, afuera, había vida. Pero en el interior de aquellas paredes, el silencio era como el de una cripta en mitad de un cementerio en una noche de invierno. Absolutamente terrorífico.

Entonces escuchó el sonido de unas llaves al abrir una puerta. El vecino. Comenzó a gritar. A pedir auxilio. Calló. Nada. Ni un ruido más. Entonces, reconoció el sonido del ascensor al moverse y reanudó sus gritos con mayor insistencia. De pronto, sintió un profundo miedo a no ser escuchada por nadie, a no existir para nadie, un temor que fue creciendo y creciendo, ahogándola como si un alud de nieve fría, solitario y devastador, cayera sobre ella para acallar para siempre su voz.

Volvió a observar el suelo. Era absurdo. ¿De qué tenía miedo? Tenía una reunión a la que asistir. Debía tomar una decisión. Era una mujer madura, una mujer de negocios competente, una triunfadora. Sí, una triunfadora asustada hasta la médula por una absurda sensación que le atenazaba hasta lo más profundo de su ser.

Tomó aire. Voy a bajar el pie aunque suponga morir en el mismo instante. Lentamente, fue bajando el pie izquierdo hasta posarlo sobre el suelo frío del dormitorio. Nada. No pasaba nada. Entonces, bajó el derecho y rozó con él la humedad de la losa hidráulica que adornaba el piso. Un frío intenso recorrió sus pantorrillas, un frío tan intenso que estuvo a punto de levantar de nuevo los pies y dejarlos quietos sobre la cama. Pero nada, no pasó nada. Absolutamente nada.

Se incorporó y dio un paso. Luego otro. Y después, otro. Sonrió. Pero qué estúpida había sido. ¿Qué esperaba que pasara?

Siguió caminando con cautela al principio. Luego comenzó a moverse con prisa. Contaba con tan solo diez minutos para vestirse y salir pitando hacia el despacho. Ya tomaría algo para desayunar a media mañana. Entonces, la cabeza de Dylan apareció en el quicio de la puerta del dormitorio. Llevaba en el hocico un hueso de pollo de la cena de la noche anterior. ¿Estabas alrededor de la basura?, le gritó colérica. El perro levantó las orejas y la miró asustado. Sin dudarlo, se volvió rápido para desaparecer tras la puerta, dejándola nuevamente sola.

Presiento que hoy va a ser un día muy largo, suspiró con resignación. No sé, pero tengo esa ligera intuición.

 

Mayo, 2017

(C) Josefa Molina

@JosefaMolinaR


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