Dulces de papeles de colores
Sonaron las campanas en la iglesia. Una a una rebotaron en mi mente cimbreantes, austeras, con sabor a antaño, con olor a infancia. ¿Cómo permití que aquello llegara a este momento? ¿Qué hice mal para verme envuelta en esta situación?
Pero no podía demorarme. Debían de ser las dos de la madrugada. Tenía que actuar. ¡Y rápido! Era recordar sus ojos de espanto y se me erizaba la piel. ¿Cómo explicar que yo no quería llegar a tanto? ¿Cómo explicar que fue un simple accidente? ¿Quién iba a creerme…?
Todo comenzó el día que empecé a quererle. ¿Quién puede controlar algo así? ¿Quién puede decidir a quien amar?
Lo recuerdo bien. La vida pasa como si fuera una película de cine: ajena a ti y, sin embargo, eres tú quien lo está viviendo…
Su madre regentaba un pequeño puesto de dulces. De esos bollos redondos, galletas recubiertas de caramelo y polvorones envueltos en papel de colores.
Siempre me llamó la atención el envoltorio confeccionado con los finos papeles de colores. Nunca supe el porqué del uso de los colores para cada uno de los bollos, me era imposible identificar la relación existente entre el sabor de cualquiera de los pasteles con el envoltorio de color del tono verdoso, o del radiante amarillo, o el oceánico verde esmeralda, o del sangriento rojo del corazón y, sin embargo, allí estaban, aquel conjunto diverso de dulces artesanales, todos juntos metidos en una pequeña bolsa de plástico transparente, captando la atención de las miradas con sus intensos colores y haciendo que mis glándulas salivales comenzaran su frenesí marcha de babas presurosas por deglutir aquellas exquisiteces de azúcar y harina.
Después vinieron sus ojos. Dos pupilas marrones, profundas y cansadas, que pedían a gritos ser rescatadas de aquel confinamiento carcelario detrás del mostrador para ir a sumarse al sonido de fiesta del exterior.
Afuera todo era bullicio. La música de las bandas amenizaban el baile lento y torpe de los papahuevos. Guía era una fiesta pero mi paladar tan sólo ansiaba saborear un dulce y su cuerpo sólo deseaba danzar al ritmo de la banda.
De pronto tomó una bolsita y me la ofreció. No tengo dinero, le susurré tímida. ¿Cómo? Que no tengo dinero, repetí. Ah, no te preocupes, ya me cobraré otro día.
Tuvo que esperar tres años para saldar esa deuda una tórrida tarde de agosto tras las tapias de las piscinas municipales.
Después todo fue muy deprisa. Y cuando me di cuenta cruzaba la puerta de la iglesia de su brazo. El hijo de la dulcera y la hija del médico. Todos nos auguraban una vida feliz repleta de críos risueños y alegres.
¡Qué equivocados estaban! No tarde en descubrir el lado oscuro que se esconde detrás de cada puerta, dentro de cada vivienda, escondido tras la oscura esquina del corazón. Pronto conocí el amargo sabor del desengaño y el dolor del golpe seco en las costillas.
Era incapaz de contar nada. ¿Quién iba a creerme?. Estaba atrapada, así que busqué el camino de la supervivencia. No fue fácil pero sí el único que podía seguir.
Comprar el raticida no fue complicado. Al fin y al cabo nos hacía falta para las plataneras. Lo difícil fue camuflarlo en las cenas entre el sabor a hinojos y berros. Noche tras noche le alimentaba con la misma cantidad de mala vida que él me daba a mí el resto del día. Era lo justo: un intercambio diario de muerte, a cucharadas, en pequeñas dosis.
Cuando el dolor en el estómago se convirtió en un rayo lacerante, me marché dejándolo tumbado sobre la cama. Retorcía su cuerpo sobre las sábanas convertidas en ácidas charcas de vómitos. La promesa de regresar junto a él acompañada de mi padre, nunca llegó.
Recuerdo que sonaban las campanas en la torre de la iglesia de Guía cuando crucé la puerta con el médico del pueblo, somnoliento y mudo. Eran las tres de la madrugada. Nada pudo hacer ya por él.
¿Cómo explicar que no quería llegar a tanto, que no lo busqué yo, que tan sólo fue la consecuencia lógica de un amor que no lo era?
¿Cómo decir que lo dulce se volvió amargo, que los papeles de colores ya no ocultaban mi desdicha y que aquel que yacía muerto en la cama nupcial, ya no era el dulce hijo de la pastelera de mi pueblo?
(c) Josefa Molina
Me has llevado a las fiestas del pueblo, de cualquiera. Muchas han sentido el amargor de lo dulce. Muchas tuvieron el pensamiento pero no el valor. Me ha gustado mucho el relato, muy realista. Beso Pepa.
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Muchas gracias, Celia, por tu lectura, y si he logrado que te transportes en el tiempo, mucho más gratificante me resulta. Un besote, amiga, y gracias por pasarte por aquí y comentar. Un abrazo grande.
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