Cruce de piernas
Nunca supe cruzar las piernas. Puede que sean mis anchos muslos los que me impiden realizar una operación en teoría tan simple y prosaica como cruzar las piernas…
El caso es que nunca pensé que para ser política, donde se supone que se me debe valorar por mi formación y currículum profesional, por mis conocimientos de gestión en el ámbito de la administración pública y, hasta si me apuran, por mi capacidad de hablar en público y mi don de gentes, se me pudiera juzgar por un simple cruce de piernas.
Todo empezó, como si de un comedia de Shakespeare se tratara, en una noche de verano; de esas bochornosas y pegajosas en las que lo que menos apetecía era una cena de gala con el presidente de gobierno. Y mucho menos, si esta cena era para recibir al presidente y primera dama de nuestro principal país aliado, Estados Unidos. Por supuesto, cena de etiqueta: los hombres de riguroso traje oscuro y corbata, y las mujeres de chaqueta y falda.
Todos sabíamos cómo actuar. No era la primera cena oficial de tal envergadura a la que acudíamos como miembros del recién configurado gobierno del país. En esta ocasión, el motivo respondía a una petición expresa de la primera dama norteamericana para recaudar fondos en nuestro país para los damnificados del último ciclón que había azotado su país. ¡Como si el Gobierno norteamericano no contara con los suficientes fondos para ello!
Aún así, aceptamos: todo fuera por la foto y por demostrar ante el resto de los naciones occidentales y, sobre todo, orientales, que nuestro país era el más amigo de los amigos del poderoso EEUU.
Durante la cena todo transcurrió tal y como estaba organizado pero, antes de los postres, la primera dama se empeñó, saltándose el programa establecido y un alarde del más rancio machismo imperante en una sociedad de la que se supone bandera de la democracia occidental, que las ministras se hicieran una foto de grupo con ella. Todo por la causa. La norteamericana, por supuesto.
Así que nos condujeron a todas las mujeres del gabinete hasta una sala anexa en la que nos dispusieron perfectamente sentadas en semicírculo, estratégicamente dispuestas para que la primera dama ocupara el lugar adecuado, justo en el centro de la imagen.
Y entonces comenzó mi calvario. Allí estaba yo, peleándome con una falda demasiado estrecha ante la atenta mirada de una treintena de gráficos de los principales medios de comunicación del país que no paraban de soltar sus flashes sin consideración alguna, ni hacia mis piernas ni hacia mi inusitada pelea con la dichosa prenda.
No sé en qué instante exacto sucedió pero lo cierto es que en algún momento de mi personal batalla, la maldita falda se abrió un poco más de la cuenta para regocijo de un fotógrafo sagaz y avispado. Fueron dos segundos, tres a los sumo, y mi ropa interior quedó retratada para la posteridad de la historia política de la nación.
No habíamos terminado el café, cuando mi jefe de prensa me telefoneó alarmado. ¡Mi ropa interior estaba saliendo en todas redes sociales del mundo! En cuestión de horas, me convertí en la ministra más buscada de la red. Bueno, corrijo: fueron mis bragas las se convirtieron en las más buscadas. Y la verdad es que no dejaba de resultar irrisorio que una prenda tan usual, tan corriente, tan vulgar, hubieran quitado protagonismo al mismísimo ¡¡Donald Trump!!
Enseguida lo vi venir: aquello era mi declive, el principio de mi fin político estaba siendo escrito en aquel mismo instante.
Al día siguiente, los teléfonos echaban no humo, sino fuego. Era la comidilla de la prensa y de las redes sociales. Los memes no se hicieron esperar. ¡¡Señor, pero si hasta me comparaban con la Stone!! En el pasillos del Ministerio, los chistes fáciles corrían como la pólvora y hubo hasta quien me dedicó un original soneto escrito en la puerta del baño de los funcionarios; el de los hombres, claro.
Sobra decir que presenté mi dimisión ese mismo día. Faltaría más que se me juzgara por una desafortunada foto, en vez de por mi profesionalidad, de mi trayectoria y de mi capacidad para gestionar los recursos en beneficio de la ciudadanía.
Así que, en apenas dos días, me vi regresando a mi despacho, a mi profesión y al pantalón, mi fiel compañero, ese que nunca debí de relegar al fondo del armario.
Desde esa noche soy plenamente consciente de cómo funcionan las cosas en este mundo nuestro; un mundo en el que todo puede cambiar en apenas unos segundos, los justos en los que no logras cruzar las piernas a tiempo.
(c) Josefa Molina
Qué bueno!, además, es verdad la vida es un segundo… Genial relato…
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Mil gracias, Eduardo, por pasarte por aquí y comentar. Sí, amigo, la vida puede cambiar en un breve instante. Abrazos!
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