De virus y azoteas
Me gusta pensar que de todo lo negativo que nos sucede, podemos obtener siempre algo positivo. Este pensamiento me resulta especialmente útil en momentos complicados como los que vivimos en la actualidad y que nos afecta a todos como comunidad, como sociedad, como humanidad, desde que hace algo más de dos meses, comenzamos a escuchar a hablar de un extraño virus que recorría el mundo cual jinete apocalíptico.
Ciertamente la situación de confinamiento a la que nos ha obligado este ínfimo germen, nos ha permitido descubrir que somos mucho menos importantes e invencibles de lo que creíamos ser.
Esto podría constituir una de esas cosas negativas a las que me refería y sin embargo, creo que se trata más bien de un hecho positivo (y hasta sano): reconocernos como los débiles que en realidad somos, enfrentarnos a la constatación de que no somos los reyes y reinas del mambo, constituye una oportunidad preciosa para repensarnos y para afrontar una dosis de humildad totalmente merecida y de la que estábamos exentos envueltos en nuestro frenético estilo de vida consumista y despilfarrador.
Y es que la naturaleza, esa que sí que todo lo puede, se ha hecho cargo una vez más de ponernos las cartas boca arriba a la par que nos propina un solemne bofetón ahí, donde más duele, en el mismo centro de nuestra prepotencia.
Porque no, no somos lo que pensábamos que éramos, sino más bien de todo lo contrario: somos los destructores, los aniquiladores, los exterminadores de todo lo que nuestro planeta nos regala. El tiempo nos dirá cuánto de este mensaje hemos sido capaces de asumir, por nuestro bien…
Pero también este microscópico agente infeccioso nos ha regalado – y digo bien, regalado-, varias cosas que nuestra vorágine de vida diaria nos impedía reconocer o, simplemente, carecíamos del tiempo necesario para percatarnos de ello.
Hablo de cosas simples, hablo de cosas sencillas, de cosas que no cuestan dinero y que, sin embargo, encierran en sí misma el valor de lo infinito, de lo verdaderamente incalculable.
Hablo de la charla tranquila con tu familia en el salón, de la lectura pausada de ese libro eterno aspirante a ser leído, de visionar por fin una de esas películas para las que nunca tenías tiempo o para hacer algunas de esas cosas que portan con la etiqueta de ‘para cuando tenga un rato’, como reordenar los estantes de la cocina, coser una pieza de ropa o terminar un curso on line.
Pero también para redescubrir esos espacios que tenemos olvidados en nuestros propios hogares, como es el balcón lleno de trastos que, por fin, hemos limpiado o esa azotea infrautilizada que, durante estas últimas semanas, hemos visitado más que nunca.
Y es que durante estos días, he descubierto cuanto de bello atesoraba mi azotea. Su suelo pintado de rojo inglés me ha servido de improvisado gimnasio, me ha ofrecido una singular mesa de escritorio, me ha abierto una ventana a la charla con las vecinas de los edificios del otro lado de la calle e incluso, me ha despertado ese cierto sentido ‘novelero’ que todos, por pudor social, negamos tener.
Y estoy segura de que no solo hablo por mí ya que no es extraño ver a personas que se ejercitan en sus respectivas azoteas, que se asoman para coger un poco de sol, que aprovechan para montar espacios de juegos para los pequeños de la casa, para practicar con sus guitarras, para charlar animadamente con el café en la mano o, simplemente, para respirar.
Yo, además, he descubierto, para mi asombro más perplejo, el suave sonido de las olas, a pesar de los dos kilómetros que me separan de la orilla del mar, y el disfrute de unas puestas de sol que llenan de belleza mis largas tardes de confinamiento.
Hoy, más que nunca, las azoteas reclaman su lugar en el mundo. Y todo gracias a un bichejo minúsculo que nos ha recordado cuan grande es todo lo que nos rodea. Y no hablo de la humanidad, precisamente.
Publicado en Infonortedigital 11 de abril 2020