La cita

La cita

Cada mañana, nada más despertar, se preparaba el desayuno y descorría la cortina del ventanal de la cocina. Sus ojos se expandían entre el verde oscuro de las montañas y el marrón de los tejados de pizarra a dos aguas, por donde discurrían las aguas del invierno.

Hileras de fabes dividían insistentes en el terreno junto al que un caballo claro parecía no descansar nunca pastando en su confinado trozo de mundo.

Las nubes besaban los linderos de castaños y robles de unos pechos amontañados, fisonomía verde de la tierra, dibujando curiosas figuras en las que a veces descubrían rostros sonrientes, caballos al galope o vacas durmientes.

Como cada mañana, la veía llegar a lo lejos. Camiseta roja, pantalón negro, la mirada fija en el perdido horizonte del camino. Siempre con ese paso firme, con ese andar  marcado por una ligera cojera herencia de una caída de una rama de castaño que, sin embargo, no le mermaba gracilidad alguna. Un paso firme que se dirigía no sabía hacia dónde, un paso firme que siempre temía que se parara frente a su puerta… Pero no, una vez más, se perdió tras la esquina de la pared de piedra y seguía por el lindero de sendero arriba, perdiéndose entre las hierbas infinitas.

Era entonces cuando Bosco comenzaba a llorar. A pesar de estar casi ciego y de no poder apenas caminar con sus patas traseras, el perro se acercaba a la puerta donde permanecía quieto, con las orejas levantadas, atento a cualquier sonido externo. Le sorprendía que todavía tuviera fuerzas para hacerlo. ¿Cuántos años tendría? ¿15,17? No lo recordaba pero le preocupaba esa forma cada vez más lastimera de llorar cada vez que ella pasaba por delante de la casa. Se diría que quería ir tras su paso, se diría que la reconocía después de tantos años… Tampoco era extraño. Al fin y al cabo fue ella quien le bautizó con el nombre del pintor holandés. Su pelo es un enjambre de colores surrealistas como en los cuadros del holandés, argumentó el día en el que lo encontraron dentro de un saco de rafia, a punto de hundirse en el río Esva.

Aquella mañana llovía pero eso no impidió que volviera a aparecer por el camino. Como siempre llevaba la misma ropa: camiseta roja y pantalón negro, que, curiosamente, se mantenían totalmente secos a pesar de la pertinaz lluvia.

A medida que se acercaba hasta la casa, comenzó a percibir que aquella vez sería diferente. Entonces, justo cuando iba a pasar frente al ventanal de la cocina desde donde la observaba, se paró y miró hacia ella. Es hora de que me acompañes. No le sorprendió escuchar el susurró en su mente. Pero es pronto aún, contestó. No, es la hora justa. Y entonces vio como Bosco movía el rabo y saltaba de alegría junto a la puerta. Parecía ver todo con claridad, parecía que sus patas traseras habían recuperado la vitalidad de antaño.

Se sobresaltó cuando tocaron a la puerta de madera. Dos golpes, secos, pausados, finales. Abrió el portón de madera y allí estaba, sonriente, silenciosa. Bosco se volvió loco de alegría, se abalanzó había ella corriendo de un lado para otro del camino de tierra, dando brincos y ladrando entusiasmado.

Vamos, aún nos queda camino por andar. Asió el pomo para cerrar la puerta. No cierres, que puedan entrar cuando te vengan a buscar a ti y a Bosco.

Asintió despacio y se dispuso a caminar a su lado. No sabía cómo explicarlo pero de pronto se sintió joven, ligera, hermosa, en paz.

Nadie volvió a descorrer la cortina del ventanal de la cocina.

 

Cortina (Asturias), 16 julio 2020


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