El ascensor

El ascensor

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Quiso esconderse pero no pudo. Un ascensor no resulta ser el mejor sitio para pasar desapercibido. No se habían visto desde hacía tres años pero ambos se reconocieron al instante. Se saludaron con un tímido ‘hola, ¿qué tal?’ sin esperar respuesta y una sonrisa casi forzada. Ella continuó hablando con la mujer que la acompañaba y él con el compañero de despacho con quien se dirigía a la décima planta del edificio.

La encontró más esbelta que nunca y, aunque parecía que había cogido algún kilo, la encontraba tremendamente atractiva. Siempre le gustaron las mujeres de caderas anchas, de esas a las que poder apretujar las carnes mientras las acaricias. Con disimulo le miró el escote. Aún conservaba el pecho firme y exuberante que él había amasado en tantas ocasiones rendido a la pasión y al deseo.

Recordó cómo la excitaba ese apretujar desenfrenado y, sin poder controlarlo, una erección hizo presencia debajo de sus pantalones. Su ruborizó levemente. ¡Un hombre de su edad excitándose viendo un escote de mujer! Claro que no era de cualquier mujer. Era de la mujer que tantas veces le hizo llegar al orgasmo con el sólo roce de sus labios.

Sus recuerdos le transportaron hasta una de las últimas veces que compartieron cama. Sus labios pintados recorrían despacio su cuerpo. Le encantaba cómo lo hacía. Le dominaba, le hacía sentir totalmente sumiso a las sensaciones que le provocaba el tacto de su lengua sobre el glande. Aunque lo que más le gustaba era rozar sus nalgas mientras le metía ansioso la cabeza entre las piernas. Sabía que jugar con su clítoris era el camino directo al máximo placer. ¡Se sentía tan poderoso cuando finalmente ella rompía en un grito y quedaba extasiada a su lado!

A pesar del calor reinante, tuvo que abrocharse la chaqueta. La erección era tan evidente que cualquier mirada podría descubrirla. Como lo descubrió ella, que le miró sonriendo y, coqueta, le lanzó un breve beso pintado de un rabioso color rojo.

Era consciente de que no volvería a tenerla. Había quedado claro para ambos que aquella relación era mejor no cultivarla. Aún así, hubiera dado lo que fuera porque en aquel ascensor estuvieran los dos a solas. Mirándose, tocándose, dejándose llevar por lo que sutilmente comenzaba a respirarse en el estrecho cubículo.

Buscó arrogante sus ojos y, cuando ella le devolvió la mirada, le miró lascivamente el escote. De inmediato, percibió su excitación. Conocía a la perfección el gesto de su cara cuando se mostraba engañosamente sumisa, ese que surgía en su rostro justo antes de comenzar a bajarle la cremallera de los pantalones para jugar a dominarlo. Anhelaba aquella sensación. Nunca se había sentido tan deseado como cuando lo deseaba ella.

Sexto piso. Las puertas se abrieron. Ella abandonó el ascensor con un susurrado ‘hasta pronto’ y él admiró las caderas que se perdían por el pasillo. ¡Cuánto deseaba tenerlas de nuevo debajo de él!

Publicado en palabrayverso.com

(c) Josefa Molina


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