Líneas de tender ropa
A ratos tenía claro lo que debía de decir. A ratos no. Acercarse a la mujer justo cuando su esposo estaba de cuerpo presente, no propiciaba el mejor de los escenarios. Sin duda, no era el momento adecuado para decir nada, pero presentía que pocos momentos le quedaban ya. ¿Cuándo se lo iba a decir si no?…
Llevaba años viéndola a través de la ventana. La segunda vez que intercambiaron unas palabras sobre el tiempo -creo que hoy hará sol pero el viento está muy fuerte, habrá que poner bien las trabas de la ropa para que no se vuele, no vayan a aparecer las camisas en la terraza de la vecina del bajo… – ya lo sabía. Pero terminó de confirmarlo la noche en la que el calor era tan agobiante que el insomnio pudo con él. Fue a la cocina a beber agua y entonces la vio asomada a la ventana. El pelo suelto y ligeramente revuelto le caía sobre los hombros. Estaba tan hermosa, tan sensualmente etérea. Era la visión misma de una musa hecha materia.
Lo supo desde ese mismo instante: escribiría para ella. Esa noche comenzó a teclear el primer capítulo de la que sería su primera novela publicada. Desde ese día se dedicó a espiarla a través del cristal para intentar robar cualquier instante, por breve que fuera, para conversar con ella de ventana a ventana. Nada más inocente que charlar tendiendo ropa. De esta forma se enteró de que su esposo estaba enfermo. Le hubiera gustado tanto poder consolarla… pero no se atrevía a ir más allá del simple parloteo intrascendente mientras tendían la colada.
Hasta el día en que cometió la torpeza de enviarle una nota y las ventanas se cerraron para siempre. De un día para otro, aquellas vacías líneas de ropa sin ropa se convirtieron en mudas cuerdas de guitarra, sin sonido, sin eco, sin voz. Dos líneas blancas que marcaban el tortuoso sendero a ninguna parte.
Por eso debía hablar con ella. No quería que pensara que sus sentimientos no eran honestos y sinceros. No quería que se fuera con la idea de que era un hombre sin escrúpulos, capaz de aprovechar aquel trágico momento de especial debilidad emocional para ella. Así que se acercó suavemente y le susurró unas breves palabras de disculpas.
Ella no abrió los ojos ni se inmutó. No dijo palabra ni le sonrió. Pero poco le importó. Verla era suficiente: ¡estaba tan hermosamente pálida acompañando a su marido dentro de la forrada caja de madera!
Agosto, 2016
(c) Josefa Molina